martes, 29 de mayo de 2007

Inmigración y sentido común

Tú vas a pescar. Te montas con tus colegas en tu barquito. Echas las redes para pillar unos atunes, que van carísimos en el mercado. Y mientras estás ahí, calladito, trabajando, sin molestar a nadie, te encuentras una balsita. En la balsita va un montón de gente y te piden si les puedes echar una mano, que van apretados. Así que les das agua y algo de comer, porque eres buena gente. Pero resulta que los desgraciados se empeñan en meterte en líos, así que se empiezan a hundir. Y tú, con todo el sentido común del mundo, los coges y los subes a tu barco, joder, que aquí hay espacio si nos apartamos un poco. Pero entonces resulta que no te dejan parar en ningún puerto, que te ponen problemas, que si dónde están los papeles de esa gente, que si para qué los traes aquí, bla, bla, bla. Seguro que si en lugar de ir en una balsa, hubiesen naufragado en un yate, a nadie les importaría que no hubiesen recordado coger el pasaporte mientras el yate se hundía. Así que, moraleja, la próxima vez que veas a unos morenitos hundirse en aguas heladas, les saludas y te vas pitando, no sea que no te dejen tomar tierra en ningún sitio.

Y eso me lleva a analizar los resultados electorales. Sí, yo soy así, así funciona mi cerebro. Morenitos hundidos = resultados electorales. Y es que ha habido algunos fenómenos preocupantes, un avance de algunos partidos abiertamente xenófobos y una derechización de feudos tradicionalmente de izquierdas. Y todo sale del mismo sitio, de los morenitos que vienen en balsa (los que llegan y no se hunden en aguas internacionales).

Seamos sinceros, nadie se va de su país por gusto. Bueno, no es cierto. Los burgueses del mundo lo hacemos. Vivimos un par de años aquí, otro allá, y a veces nos instalamos en otros países burgueses del mundo. Y nos gusta. Y no somos un problema para nadie, porque entre burgueses nos entendemos. Pero cuando alguien muy diferente a nosotros, que viene de un país muy diferente, con una cultura muy diferente y no es un burgués, llega a nuestra tierra, no lo hace por venir a disfrutar del sol, la paella, el gazpacho y la playa. Seguramente no nos lo encontraremos en un tablao flamenco sacando fotos y siguiendo el ritmo con las manos. No, la gente que realmente protagoniza los movimientos migratorios viene obligada por diversos motivos: la guerra, el hambre o la pobreza extrema suelen ser los más habituales.

En fin, yo no me escandalizo. Si hoy estallara una guerra en España, yo cogía a mis tres churumbeles y me iba. Ni me lo pensaba. Si de repente no tuviésemos comida y mis hijos sufrieran los efectos de esa pobreza, tampoco dudaría ni un segundo en hacer las maletas y marcharme a otro sitio donde tuviera la oportunidad de ganar dinero. Y poco me importaría que me despreciaran, me señalaran con el dedo o me trataran mal.

Movimientos migratorios hay desde que el mundo es mundo. Todos migramos en algún momento, y si podemos, volvemos después a nuestra tierra. Pero estos movimientos migratorios están empezando a ser un problema. No porque venga demasiada gente a los países bienestantes del mundo, porque eso es algo que a mí no me quita el sueño, sino por el efecto que esos movimientos están teniendo sobre los países de acogida.

Poco me importa que haya gente de diferentes colores en mi edificio, en el cole de mis hijos o en las tiendas del barrio. Si son buena gente, me da igual el idioma que hablen. Lo que me preocupa más, es el efecto que tienen sobre mis compatriotas, sobre los oriundos del lugar que empiezan a tener miedo y a justificar algunas medidas extremas que en otro momento les parecerían un atentado contra los derechos fundamentales de los seres humanos.

El problema es que no tenemos cultura de país de acogida y eso a la gente le da miedo. Te abren una mezquita junto a tu casa y te pones a temblar, pero te da lo mismo si es un salón del reino frecuentado por nativos de la zona. Afirmas que esa gente te quita el trabajo, no se quiere integrar y se reúne en guetos misteriosos. Tienes cosas y te da miedo que alguien te las quite.

Pero que la ultraderecha suba no es sinónimo de que se vaya a resolver el problema. Tampoco los papeles para todos serían lo ideal, por lo menos no hasta que se regule el movimiento migratorio extremo que vivimos en este momento. Las razones de la inmigración son más profundas. A estas alturas ya ni siquiera podemos resolver el problema con ayuda humanitaria. No se trata solo de invertir en los países más desfavorecidos. Nos hemos pasado años, o incluso siglos, siendo mudos testigos de conflictos, corruptelas y pandemias, cruzados de brazos. Ahora recogemos lo que sembramos y no sirve de nada que nos obstinemos en levantar muros más altos y en formar más cuerpos de seguridad. Son más que nosotros y tienen derecho a buscarse la vida.

Así que más vale que vayamos ideando otras estrategias y poniéndonos las pilas para que esa gente se pueda quedar en su casa si es lo que desea y para que nuestros conciudadanos vayan perdiendo el miedo a todo moreno que no sea de UVA.

1 comentario:

Unknown dijo...

La inmigración es solo una reacción ante determinadas circunstancias. Pero ese no es el problema. El asunto de fondo es la pobreza de los pueblos oprimidos por el imperialismo ejercido por Europa y Estados Unidos.
Y ese problema no se combate haciendo caridad, con la caridad de los países ricos limpiando su conciencia con shows de beneficiencia. Tampoco con las ayudas humanitarias repartiendo lo que sobró de la cena.
Tal vez una manera de resolver esta problemática sea comenzando por el principio. Y qué mejor ejemplo que el texto que escribió Leo Masliah (Devolución Total) cómo para reflexionar:
Las multinacionales tienen que devolver todo lo que robaron en América Latina y el mundo los últimos cien años.
Inglaterra también, tiene que devolver por lo menos lo que robó en el siglo veinte y en el diecinueve. Con o sin intereses, eso será cuestión de negociarlo después, pero lo tiene que devolver ya, a la India, a África, a América Latina. Y lo tiene que devolver aunque se lo haya gastado. Y lo tiene que conseguir sin robar. Tiene que trabajar.
Y España también. Tiene que devolver todo lo que robó durante la conquista y lo que sigue robando con su empresa telefónica en toda América Latina. Tiene que deshacer su siglo de oro, fundirlo, desmenuzarlo y devolverlo. O si no, que saque de donde pueda, que sude. Si no le alcanza la población que tiene, que hagan doble o triple turno, como hacen los latinoamericanos cuando tienen la suerte de que alguien acepte explotarlos y oprimirlos.
Y Francia también, que devuelva todo lo que robó en Haití, en Martinica, en la Guayana, aunque primero tiene que devolver las propias Martinica y Guayana, que no le son propias.
Y el Imperio Romano tiene que devolver todo lo que le robó a los galos, y a los iberos, a los celtas, etc., etc. Y si el imperio romano no existe más, la deuda la tiene que pagar el imperio norteamericano, que es el que terminó heredando el botín, que fue pasando de mano en mano a través de los siglos.
Y después hay que arreglar cuentas en Latinoamérica, también. Cuando España, Portugal y Estados Unidos devuelvan todo, nada de quedárselo los latinoamericanos ricos. Hay que dejárselo a los indígenas, y la tierra también, y los descendientes de europeos que se quieran quedar tienen que pedir permiso. Los africanos no, pero nosotros sí. Nada de Argentina, Brasil, República Oriental, Bolivia, Colombia, todo eso es mentira, hay que devolver la tierra y el mapa como eran antes. Y si no sabemos cómo era, a estudiar todo el mundo. Nada de estudiar inglés, eso el que quiera que lo haga después; primero hay que pagar la deuda. Para saber cuánto es hay que estudiar araucano, toba, aymara, y hay que estudiar el calendario maya para poder calcular los intereses. Y basta de hablar, hay que empezar a devolver ya.
Cada minuto es un árbol más, un tapir más que se debe. Cada palabra europea, cada nota afinada con el diapasón es un insulto a las culturas autóctonas. Hay que callarse y pagar.