jueves, 29 de marzo de 2007

Racismo

Fue un domingo por la mañana. Habíamos ido a desayunar a una panadería de la Rambla. Cuando fui a pagar y a buscar el pan, mi hijo mayor se me acercó y me pidió por favor una chocolatina del Barça. Eran esos paraguas de chocolate que en el asa tienen una pegatina con una caricatura de un jugador. Había un montón, así que le pregunté:

-Cariño, ¿cuál quieres?

Mi hijo lo tenía clarísimo:

-El negro.

Claro, el negro. ¿Qué negro?

-¿Ronaldinho o Eto'o?

Mi hijo me miraba extrañadísimo.

-El negro, mami.

Yo seguía firme:

-Sí, cariño, pero es que hay dos negros, Ronaldinho y Eto'o. ¿Cuál de los dos quieres?

-Que no, mami, quiero el negro.

Supuse que se refería a Eto'o, porque Ronaldinho es más bien mulato, y alargué la mano para señalarlo. Pero mi hijo ya estaba más que harto.

-Súbeme, mami.

Le cogí en brazos y le acerqué al expositor. Decididísimo, apuntó con su dedo regordete a Victor Valdés, de riguroso luto futbolístico.

-El negro, mami.

El panadero y yo nos miramos. Me avergoncé de ser tan estrecha de miras. El panadero sonrió y me dijo que estaba claro que uno no nacía racista.

Mi hijo se comía la chocolatina feliz, ajeno al color de la piel de todos los futbolistas del Barça, y todas las personas del mundo.

viernes, 23 de marzo de 2007

Comercio justo

Estoy a favor del comercio justo, eso que quede claro. Hace años que compro el arroz en la tienda de Intermon del centro de Sabadell y lo hago plenamente convencida de que el comercio justo es una idea buenísima y un concepto genial.

Pero me temo que hay muchas cosas negativas en el comercio justo y que poco a poco vamos a tener que ayudar a que cambien, o continuará siendo una parte ínfima del comercio en general.

Lo primero que hay que solucionar es el precio. Supongo que los precios que tiene ahora el comercio justo, particularmente la comida, es el resultado de una producción pequeña y de una red de distribución pequeña, y que por eso resulta tan escandalosamente caro. La comida es decididamente cara y eso es un gran problema a la hora de dar a conocer el comercio justo al gran público. Cuando un kilo de arroz cuesta tres euros, sabes que tu único público es un ciudadano con un poder adquisitivo medio-alto, y que jamás llegarás a una mayoría que paga menos de la mitad de ese dinero por el arroz que compra en su supermercado.

Es decir, la idea del comercio justo no puede ni debe ser que los productos se encarezcan un 100% o un 150%, sino que el intermediario no tenga los beneficios astronómicos que obtiene y que el productor reciba un precio justo por su mercancía, un precio que le permita vivir de su trabajo.

Y dicho esto, es cuestión de empezar a pensar en expandir la idea del comercio justo a todos los ámbitos de la producción, puesto que en todos los países, los agricultores están empezando a perder el poder de decidir a qué precio venden sus productos, ya que los intermediarios que los compran son los que ponen los precios que más les convienen.

Así pues, la idea es que los productos valgan lo que cuestan y que toda la cadena de producción y comercialización pueda vivir con los precios que se cobran. Y ahí es donde el comercio justo tiene que saber ajustarse a la situación actual de mercado. Supongo que la producción de comercio justo se ve limitada por su escasez y su poca distribución, y eso hace que repercutan los precios sobre el comprador, pero el fenómeno del comercio justo nunca llegará a ser un fenómeno generalizado a menos que consigamos que los precios sean competitivos. Una persona con unos ingresos modestos, hará el esfuerzo de comprar un producto de comercio justo, si la diferencia de precio es asumible, un 30 o un 40%. Pero no lo hará si la diferencia alcanza o supera el 100%. De algún modo, la industria del comercio justo tiene que buscar la manera de compatibilizar la justicia con unos precios que la gente pueda pagar.

El segundo problema que tiene el comercio justo es un problema de distribución. Yo compro arroz en la tienda de Intermon porque está en el centro de mi ciudad y paso a veces por allí. Pero la verdad es que la gente necesita una distribución adecuada de los productos y tener la oferta en el comercio en el que compra habitualmente. Aunque muchas cadenas de supermercados se han adherido a las campañas de comercio justo y han prometido distribuir esos productos, a la hora de la verdad no están en las estanterías. Hay que luchar para que estén y para que nadie tenga la excusa de no saber o no haber visto.

El tercer problema es la variedad de productos. Cuando uno va a comprar productos de comercio justo no tiene mucha variedad. Hay especias, salsas, arroz, café, chocolate, azúcar y pasta. Pero no hay más, y no hay una renovación de productos. Habría que intentar comercializar otros tipos de productos, como harinas, sémolas, conservas... Incluso habría que plantearse la viabilidad del comercio justo global e inaugurar tiendas que unificaran el comercio justo con el tercer mundo y con los agricultores del mal llamado primer mundo. Así uno no tendría que comprar el café y el azúcar en un sitio y la leche y la fruta en otro.

El comercio justo es una idea estupenda y funciona muy bien para objetos de regalo y ropa, que son productos de buena calidad con precios más ajustados, pero todavía queda mucho para que funcione todo lo bien que podría y debería en el campo alimentario y cosmético. Hace falta un esfuerzo social importante, pero también hace falta aprender de la experiencia de años de comercio justo.

jueves, 15 de marzo de 2007

La violencia en el deporte

Hace un par de días que sabemos que le han caído siete meses de inhabilitación a Navarro, el jugador del Valencia que salió de su banquillo para romperle la nariz de un puñetazo a un rival después de ganar el partido. También que se ha sancionado a ambos equipos con una multa de 150.000 euros.

Por una vez, estoy más que de acuerdo con una sanción impuesta a un deportista o club deportivo. Estoy harta de oír a jugadores, técnicos y clubes hablar y hablar sin parar sobre la violencia en el deporte, para luego permitir que haya entradas asesinas que causan fracturas, tanganas al final del partido (o durante) y aficionados que no solo insultan sino que agreden al equipo rival.

¿Qué sanciones se imponen hasta ahora? Pues al Betis, de cuyo campo salió un entrenador en camilla, sin sentido, unos 20.000 euros de multa. En otros casos, tres partidos a puerta cerrada. El triste episodio de Sicilia se saldó con algunos partidos sin público en los campos que no cumplieran las medidas de seguridad adecuadas.

¿Qué son estas sanciones? Minucias. Para los equipos que se gastan millones de euros en fichajes y traspasos, 20.000 euros es calderilla. Tres partidos a puerta cerrada, un mal menor. Uno o dos partidos de sanción, gajes del oficio.

Si queremos acabar con la violencia en el fútbol, o en el deporte en general (aunque el fútbol es, de largo, el deporte más violento), ya va siendo hora de que las sanciones sean sanciones de verdad. De que la factura que se pasa a los clubes, en partidos, en dinero y en lo que sea menester, les duela de verdad. A ver si entonces se preocupan realmente de que la gente se comporte como se tendría que comportar en un espectáculo, un entretenimiento, un juego: pasándolo bien y yéndose a tomar una cerveza después del partido con la afición rival.

Espero, por el bien del fútbol, que no reduzcan las sanciones del Valencia ni del Inter en lo más mínimo, a ver si de una vez por todas terminamos con la lacra que mancha uno de los deportes más bonitos del mundo.

Falta de respeto crónica

A veces miro las noticias y me pregunto si estamos todos locos. La gente sufre una falta de respeto crónica por las decisiones ajenas, y no me refiero únicamente a los políticos, que son los grandes maestros del arte de faltar al respeto.

Últimamente cada vez que se aprueba una ley, o se da el visto bueno a una resolución que da más derechos a ciertos colectivos, sin afectar para nada los derechos del resto de la población, la gente que no pertenece a esos colectivos pone el grito en el cielo, critica, insulta y desacredita. Las decisiones que atañen a un cierto colectivo, las debería tomar ese colectivo, no toda la sociedad, y mucho menos aún si esa decisión no nos influye en absoluto.

Pienso en el matrimonio entre homosexuales, en toda la gente que se opone y a la que le parece una inmoralidad. Pero a ver, ¿ustedes son homosexuales? ¿Van a casarse con alguien de su mismo sexo? Pues entonces no molesten. Que un colectivo al que no pertenecen tenga un derecho más a ustedes no les afecta. No se les ha recortado ningún derecho, ningún privilegio a ustedes. Así que no tienen por qué opinar.

Ayer por la noche fallecía una señora que tras diez años encadenada a una cama y a un aparato para respirar, pidió que la desconectaran. Y otra vez las voces de aquellos que no tienen una enfermedad grave, ni están en estado vegetativo, ni totalmente paralizados, se alzan para desacreditar a quien lo permitió, a quien lo pidió y a todo aquel que lo apoya.

Cuando llegue su hora, señores, aguanten hasta el final y no pidan jamás renunciar a un tratamiento, pero dejen que los demás decidan lo que van a hacer con su vida. Nadie nos obliga a tomar un medicamento o a operarnos, aunque el resultado de no hacerlo sea la muerte, y sin embargo quieren ustedes obligar a una señora que no puede quitarse el tratamiento por sí misma a resistir todo el tiempo que pueda.

No lo hagan ustedes, no lo aprueben si no quieren, pero dejen de molestar, dejen de cuestionar, dejen decidir. Cuando una decisión afecta a otros a quienes no conocemos, y de quienes no sabemos nada, ni siquiera la situación por la que están pasando, lo más inteligente es escuchar más y hablar menos, y darle el protagonismo al verdadero protagonista de la historia.

Dos caballeros


Dos caballeros en el mercado de Sololá, Guatemala

miércoles, 14 de marzo de 2007

Amarguras del teletrabajo

Tú trabajas en casa. Y eso es una suerte, no nos engañemos. Es una suerte porque si te hartas, decides desconectar media hora y ver la tele, escuchar la radio, o bajar a comprar el pan. Nadie te pregunta qué haces, ni cuándo volverás, ni por qué has decidido dejar esa traducción tan complicada para después.

Es una suerte porque si el niño está enfermo no hay que llamar a nadie, ni hay que hacer malabares con los horarios para poder llegar a todas partes. Puedes ir a todas las fiestas del cole, ir a comprar por la mañana, cuando hay menos gente en todas partes, desayunar leyendo el periódico y un sinfín de cosas más, todas igualmente fantabulosas.

Sí, pero es que tú trabajas. Y eso es algo que la mayoría de gente tiende a olvidar. Que trabajas. Y que quizás puedas irte a tomar un café, pero eso quiere decir que el trabajo lo tendrás que hacer en otro momento.

Cada vez que me reúno con otros traductores autónomos, todos nos quejamos de lo mismo. De la pareja que te dice: "Pero bueno, ya irás tú a buscar/comprar/pagar/arreglar eso, ¿no? Total tú estás todo el día en casa." O del amigo que exclama sorprendido: "¿Por qué tienes la casa tan desordenada? Con las horas que pasas en casa seguro que encuentras un momento para arreglarla." Nadie entiende que uno trabaja, que el trabajo tiene que hacerse igualmente, y que flexibilidad horaria no quiere decir que no haya que hacer nada, sino que tiene que hacerse en un horario que no se especifica.

Los comentarios de la gente son abundantes y eternos. Por teletrabajadores y por traductores sufrimos una incomprensión igualita a la de Calimero. Una señora me preguntó un día si trabajaba en casa. Al decirle que sí, me preguntó si... ¡cosía! Cuando le dije que traducía me miró como si fuese marciana. Otra señora, más entrañable y cercana, me preguntó por qué trabajaba tanto. Cuando le contesté que para pagar el piso y la comida, me respondió muy sorprendida: "Ah, ¿te pagan por eso? Yo pensaba que lo hacías para estar entretenida, como pasas todo el día en casa..."

Cualquier teletrabajador, o cualquier traductor, explicará la misma historia en otras versiones.

Pero lo más triste es la incomprensión en casa. Cuando te llama tu pareja y te pide que, por favor, eso sí, le hagas una gestión, salgas a comprar no se qué, llames a no sé dónde... Tú le contestas que no puedes, y él/ella, se empeña en que lo que pasa es que no quieres. Y ya puedes intentar explicarle que no estás viendo a Ana Rosa y sus amigos, ni estás haciéndote la manicura francesa, ni siquiera estás en internet leyendo el Mundo Deportivo. No. Tú estás traduciendo un aburridísimo documental sobre la ciencia milenaria de hacer burillas con una mano mientras con la otra se conduce un carro, y llevas tres horas intentando encontrar sinónimos de "moco". Ayer te quedaste despierto hasta las tres de la mañana ideando nuevas maneras de decir "meterse el dedo en la nariz", y a las tres de la tarde tienes que entregar. Pero tu medio pomelo no entiende que no puedes hacer una gestión porque no puedes perder una hora de trabajo...

Mi pomelo me dijo una vez que aprovechara las mañanas para ir al gimnasio. No puedo reproducir lo que le dije porque hay niños en un radio de tres kilómetros, pero cuando a los pocos días se quejó de que no tenía horas para ir a correr, le dije de manera amabilísima, que lo hiciera de once a doce de la mañana, en medio de su jornada laboral. Desde entonces no hemos vuelto a discutir sobre mis actividades matinales, y siempre que me llama, antes de pedirme lo que sea que necesita, me pregunta, solícito, si tengo mucho trabajo ese día.

martes, 13 de marzo de 2007

Vendedora


Una vendedora de Panajachel, Guatemala.

Deberes y derechos

Se acercan las elecciones municipales. Últimamente parece que no paramos de ir a votar. Pero lo que me indigna es que sé que muy pronto voy a empezar a escuchar esas típicas frases electorales: "No, yo no voy a ir a votar, total, son todos iguales" o "No, si yo de política no entiendo". Y es que mucha gente piensa que no entender de política es totalmente cool. Mucha gente piensa que tener una opinión política significa haber pasado por el aro, estar metido en la sociedad de consumo y creerse lo que dicen los políticos. En resumen, mucha gente piensa que va a quedar muy bien diciendo que no sabe, no entiende y no le interesa. Mucha gente piensa que la política es cosa de actores comprometidos y de manifestantes con pancartas.

Pero la verdad es que cada vez que oigo a alguno de esos ceporros decir que la política no le interesa me pongo verde de angustia y estoy a puntito de soltarle un buen mamporro. Las afirmaciones en contra de la política son tan ridículas como decir: "Yo no entiendo de números, así que dejo que mi jefe me pague el sueldo que quiera". Al fin y al cabo, a otro nivel, esos tipos que ganan una pasta por ir (o no ir) cada día al congreso, al parlament o al ayuntamiento de turno, son los que deciden qué van a estudiar nuestros hijos en el cole, quién va a ayudarnos a atender a nuestros padres cuando se hagan mayores, cuánto nos van a costar los diferentes servicios que necesitamos y miles de cosas que en realidad nos afectan muchísimo más que las cuatro decisiones macropolíticas que toman y son noticia.

Con esto no quiero decir que todos nos volvamos sesudos analistas políticos y hojeemos todos los días las páginas de tres o cuatro periódicos para formarnos una opinión, sino que aceptemos la responsabilidad que nos toca, nos guste o no, y nos informemos de qué es lo que proponen los diferentes partidos políticos. La ignorancia no puede seguir siendo una excusa para faltar a algo que no es un derecho, sino un deber.

Dicho esto, también tiene que quedar claro que los principales beneficiados por la baja participación electoral son los mismos políticos a los que muchos desprecian tanto como para no ir a votar. Si siempre van a votar los mismos (afiliados, simpatizantes y un pequeño porcentaje de ese gran bloque de indecisos) ya pueden hacer sus pactos de antemano y preparar alianzas antes de que se celebren las elecciones. ¿Para qué currarse un buen programa electoral si ya sabes quién y cuándo te va a votar? ¿Para qué intentar convencer, seducir, apasionar al electorado con propuestas innovadoras e inteligentes que realmente mejoren la calidad de vida de la gente, si hay un cuarenta por ciento de personas que nunca van a ir a votar?

Así pues, propongo que votar sea obligatorio. Quien no vaya a votar, que reciba una multa. Pero para que las cosas sean justas, propongo que los votos en blanco tengan un valor. Que cuando los votos en blanco obtengan un escaño, ese asiento quede físicamente vacío en el órgano representativo pertinente. Y que si los escaños en blanco llegan al 50% se declare nula la votación y se tenga que volver a realizar. Porque eso sí que es un derecho, que el voto en blanco valga exactamente igual que el voto por cualquier opción política. Y esta reflexión no es solo propia, sino que se la debo a Enric, en una interesante discusión sobre el sistema electoral.