sábado, 19 de diciembre de 2009

Hace un año y medio, cuando me enteré que Guardiola sería el entrenador del Barça, me asusté. Guardiola nunca había sido de mis jugadores favoritos y me daba miedo que le estuvieran escogiendo únicamente por ser catalán y de la casa. Prefería un nombre consolidado, aunque fuera Mourinho.

Pero debo admitir que desde el primer día, Guardiola no sólo me ha demostrado que es un buen entrenador, sino que también me ha maravillado con su filosofía, con la que ha impregnado el vestuario del Barça y por extensión, a los socios y a los seguidores.

Porque lo que más me gusta de este Barça que tenemos ahora no es que sea el mejor equipo del mundo (que también, ¿eh? a nadie le amarga un dulce...), sino que, por una vez, el fútbol está donde tiene que estar, y los jugadores también.

De repente, el fútbol vuelve a ser un juego. Un juego del que disfrutamos, que nos emociona, que nos permite ver jugadas maravillosas, que nos alegra el domingo o el miércoles. Pero un juego. Para Guardiola, ganar o perder no es lo único importante, para Guardiola lo importante es jugar y hacerlo bien. Y el resultado de un partido o de una competición no es el fin del mundo. Es una alegría, es una decepción, pero es el resultado de un juego.

Me emociona más que nada ver que mi equipo se toma las cosas con calma, que se divierte. Me emociona ver que en mi equipo la gente se lleva bien, que se respeta, que se aprecia. Me gusta ver que trabajando, sin hacer ruido ni aspavientos, sin volvernos locos, sin indignarnos, hacemos un buen papel.

Hoy más que nunca me siento orgullosa de mi equipo. Y no únicamente porque seamos los campeones de todo, sino porque me gusta el mensaje que transmitimos y la imagen que exportamos. Me gusta que trabajemos y que nos divirtamos. Y que al final del partido le demos la mano al contrario y nos vayamos a casa con la familia. Porque eso es el fútbol, y nunca debió dejar de serlo.

jueves, 10 de diciembre de 2009

viernes, 27 de noviembre de 2009

Van provocando...

Leo con curiosidad y la verdad es que poco estupor este artículo del señor Enrique Lynch. Y digo con poco estupor, porque de lo anodino y repetitivo que resulta, ni me sorprende, ni me escandaliza.

Culpar a las mujeres de la violencia de género es algo que sucede desde hace tantos años que creo que toda la vida lo he oído. Ya lo decía Def con Dos en su gloriosa "Agrupación de mujeres violentas": "Es que vas provocando con esos vaqueros". Y lo remataba Santiago Segura en airbag: "La culpa es de los padres, que las visten como putas". Lo que sea, porque desde que existe el feminismo, los hombres han encontrado un montón de excusas para los comportamientos denigrantes que ya tenían antes.

Así que, afirma Lynch, los hombres son como son porque los han criado mujeres. No tiene nada que ver que quizás hayan visto ese patrón de comportamiento en sus padres, sus maestros, sus amigos, sus jefes, no. Las madres, mientras les amamantamos y les curamos las rodillas peladas les estamos enseñando a despreciar a las mujeres y a maltratarlas.

También carga las tintas contra las cantantes que en sus canciones, ante un desamor se calzan botas altas y salen a la calle a maltratar hombres. Apuntadlo en vuestras agendas, chicas, la manera de mostrar pena y dolor ante una ruptura es quedarse en casa a llorar. Si os ponéis minifalda y salís a bailar para desfogaros, después no es extrañe que vuestras parejas os peguen u os apuñalen. Si es que os lo tenéis merecido.

Y luego está el tema del eslogan. Si es que cómo se nos ocurre pensar en algo como "De todos los hombres que haya en mi vida, ninguno será menos que yo". Aix. Estamos dando a entender que las mujeres tendrán muchos hombres en su vida. ¡HORROR! Qué espanto, qué cosa tan perversa, cómo vamos a sugerir que las mujeres vayan a tener varias parejas sentimentales o sexuales. Las mujeres no pueden. Las mujeres conocen al amor de su vida a los quince años y con él se quedan para siempre aunque las atice, las ridiculice y las haga infelices.

Suerte que hay personas que también pueden concebir que los hombres que tenemos en nuestra vida son también hijos, hermanos, jefes, compañeros, amigos, vecinos...

De hecho, me sorprende que los hombres no se hayan quejado ante este artículo, que los tilda de simples, prehistóricos, integristas y estúpidos, que se dejan llevar por el miedo a que las mujeres recuperen el terreno perdido y se pongan a su misma altura. Según Lynch, son muñecos de trapo que sienten un pánico atroz a las nuevas mujeres que no se dejan avasallar. Hombres que ante la falta de sumisión, se vuelven locos y sueltan puñetazos.

Lo más triste de todo es que las mujeres ahora nos tengamos que poner a la defensiva y tengamos que justificar nuestros comportamientos. Que se apunte Lynch que en el caso del maltrato de género, las mujeres son, prácticamente siempre, las víctimas, y que nada que hayan hecho jamás en su vida justifica que alguien les pegue, las viole o las asesine. Ni siquiera que no hayan llorado ni pedido perdón.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El buen padre


Hay un subgénero cinematográfico que odio profundamente, y es el género del buen padre. No sé si llamarle subgénero o sólo irritante corriente de cine familiar, pero lo cierto es que las películas con este esquema se multiplican como molestos mosquitos tigre y me ponen enferma cada vez que aparecen, sea en el cine o en la televisión.

El género del buen padre es fácilmente reconocible porque siempre hay un señor o una señora que tiene hijos. El señor o la señora suelen ser solteros, viudos o divorciados. Algunas veces tienen pareja, pero no es lo habitual. Lo importante es que tienen hijos. La cantidad da igual, lo importante es que siempre son niños estupendos que en algún momento, empiezan a dar señales de estar molestos o distraídos.

Y la culpa la tiene, cómo no, el buen padre o la buena madre. Porque, pobrecillo/a, está confundido. Va de culo, no llega a todo, está irritable, nervioso/a y disperso/a. Y es que el buen padre, horror, trabaja. Y no sólo trabaja, sino que además tiene un trabajo que le encanta, que es de una gran responsabilidad y que le obliga a estar muchas horas fuera de casa, o a dejar a los niños con múltiples niñeras, o con los abuelos, o incluso a llevárselos a la oficina.

La situación es intolerable y estalla, siempre, matemáticamente, con el festival de algún hijo. Da igual que sea el de Acción de Gracias con el hijo vestido de pavo, el de final de curso con esos graciosos sombreritos de egresados, el de música en el que el retoño va a tocar un solo de saxofón o el partido más importante de la temporada. Lo que importa es que siempre coincide con la reunión que puede cambiar la vida laboral del progenitor, haciéndole progresar y ganar más dinero, sí, pero obligándole a pasar todavía más horas fuera de casa y a tener muchas más responsabilidades.

¿Y qué hace el buen padre? ¿Dice quizás: "Lo siento, ese día no me va bien para la reunión, ¿podemos hacerla más temprano/más tarde/el día anterior/al día siguiente"? NO. El buen padre decide que lo más importante de su vida son sus hijos. Renuncia al trabajo de sus sueños aunque eso signifique conducir durante años la quitanieves del barrio hasta que sus hijos cumplan los dieciocho y decidan que prefieren salir con sus amigos que estar en casa con papá/mamá. Sacrifican sus sueños por lo más importante del mundo: la familia.

Plas, plas. Ovación de gala en la sala.

Yo soy madre. Me gusta ser madre. Me gusta disfrutar del tiempo que tengo para estar con mis hijos. A veces me gustaría tener más tiempo para estar con ellos. Pero no soy sólo madre y mi pomelo no es sólo padre. Somos personas con gustos y aficiones, personas con trabajos que nos gustan y nos llenan, personas con sueños, con perspectivas de futuro, con ganas de hacer cosas. Mi maternidad no es lo único que me define, y tengo clarísimo que aunque siempre hay que renunciar a algunas cosas porque no se puede tener todo, hay cosas a las que no quiero renunciar.

Vida laboral y familiar no son conceptos antagónicos e irreconciliables. Aunque nos lo pongan difícil, todos nos levantamos por la mañana, llevamos a los niños al colegio y nos vamos a trabajar. Los que tenemos mucha suerte disfrutamos con nuestro trabajo y esperamos progresar en nuestra carrera. Y no somos monstruos.

Y estos buenos padres de las pelis nos están diciendo que lo dejemos todo de lado y que nos concentremos únicamente en ser progenitores para nuestros deliciosos retoños. Que dejemos de lado nuestra vida, nuestras ilusiones. Qué triste debe ser tener un padre sin ilusiones y sin retos, sin ganas de mejorar, sin perspectivas de futuro. Un padre que es incapaz de decirle a su jefe: "Por favor, ¿podríamos reunirnos mañana? Hoy lo tengo un poco complicado."

jueves, 15 de octubre de 2009

Cosas pomponiles

Conversación de los pompones el día en el que se sientan a ver Star Wars por primera vez en su vida (cosa que me agradecerán de por vida, lo sé).

Se ve en pantalla el logo de la 20th...

Pompón grande (6 años):
-Ah, hacía muchos años que no veía ese 2 y ese 0. Sí, desde que vimos Ice Age 3.

(Atentos a dos detalles. Primero, sabe que Ice Age 3 es de la Fox, y eso sí que es para preocuparse. Segundo, vimos Ice Age 3 a finales de julio.)

Pompona (3 años):
-Sí, hacía muchos años que no veíamos esta película.

Pompón grande:
-Que no, que esta película no la hemos visto nunca.

Pompón pequeño (3 años):
-¡Staaaar Waaaars! ¿Vamos a comer algo? ¿Me das las moras? ¿Todavía no me has traído las moras? ¿Vas a traer las moras? Yo cogeré las moras.

(moras recolectadas en el pueblo este fin de semana)

Después han venido interminables explicaciones. Que quiénes son los buenos, que quiénes son los malos, que por qué los malos se tapan la cara, que cuáles son las naves de los buenos... El pompón grande todavía esta aprendiendo a decir "jedi", es decir "jedai"...

Carta de amor al Festival de Sitges (y a la ciudad)

Hace 12 años pisé por primera vez el cine Retiro para una maratón del Festival de Cine de Sitges. Sin que yo lo supiera iniciaba así una tradición, un rito que se repite todos los años y que me convierte en la persona más feliz del mundo durante los diez días que dura la muestra.

Aquel primer año me perdí los últimos cinco minutos de Gattaca, porque el último tren salía a una hora indecentemente temprana y yo todavía no tenía coche.

Tardaría dos ediciones más a ir a una sesión normal, un día por la noche, en el 99, y a partir de entonces las sesiones, las películas y los cines empezaron a multiplicarse.

El motivo principal por el que me encanta el festival de cine de Sitges es, seguramente, el que hace que los esnobs frunzan la nariz y que los cinéfilos más recalcitrantes se lleven las manos a la cabeza. Y es que a Sitges la gente va a disfrutar. Se lanzan estruendosas ovaciones cuando el bueno le pega un tiro en la frente al malo, cuando una frase del guión es particularmente graciosa o cuando la cantidad de sangre en pantalla aumenta de repente de cero a cien en un segundo. La gente va por la calle hablando de directores coreanos o japoneses, se acaban las entradas para las sesiones de clásicos de la ciencia ficción, se hacen colas imposibles para entrar a la sala a ver una sesión nocturna de películas de serie B.

El día perfecto es el que hace sol y llevas las entradas en el bolsillo. El día que hueles el mar mientras te acercas por la autopista y te pierdes un rato en las hermosas calles de la ciudad mientras haces tiempo para entrar a ver tu peli. El día que te paras en el bar a tomar un café y te lees el periódico del festival. Después vas al Retiro, que para mí es el mejor cine del festival (quizás no por comodidad, pero sí por todo lo demás) y cuando acabas la peli la comentas de camino a la Cantonada, a tomarte un frankfurt servido por Kevin Smith (que este año no estaba...).

No puedo poner en palabras todo lo que le debo al festival en mi formación cinematográfica. Allí vi mi primera película de Johnnie To, que pasó a convertirse directamente en uno de mis directores favoritos. Allí descubrí a Park Chan-woo, vi The Ring y me morí de miedo y descubro todos los años excelentes películas y cinematografías que ni sabía que existían.

Pero cuando le digo a alguien que voy al festival, el ochenta por ciento de las veces me dice: "¿A ti te gusta ese cine?" Y aunque no suelo decirlo, porque soy educada hasta resultar imbécil, pienso siempre "¿qué cine?" A mí me gusta el cine. Todo. En su totalidad. Y el cine es fantasía. ¿A alguien puede no gustarle la fantasía, la imaginación, la creatividad? Porque además de sangre, vísceras y zombies (que me encantan, eso sí), hay un montón de películas llenas de magia, de ternura, de sorpresa. Películas como Mr. Nobody este año, que me encantó (y a toda la sala también) o como "Soy un cyborg" o como muchas otras. Porque el cine fantástico no es sólo gore y cuanto antes lo entendamos, mejor para todos, pero especialmente para las películas.

Ya cuento los días que faltan para el próximo festival de Sitges.

domingo, 21 de junio de 2009

Un hombre bueno

Cuando mi pompón mayor cumplió un año, su padrino, que es uno de los mejores amigos que se pueden tener, le hizo también el mejor regalo que nadie le ha hecho nunca. Supongo que el pompón no estará muy de acuerdo por el momento, pero sé que algún día, no muy lejano, descubrirá que sí, que lo fue en su día y que lo sigue siendo hoy.

Aquel día, 365 días después de que el pompón viera la luz por primera vez, le llegó un correo electrónico en el que la Fundación Vicente Ferrer le daba las gracias por apadrinar a un niño de la India, un niño varios años mayor que el pompón, que vive en una comunidad a muchísimos kilómetros de aquí. Su padrino había decidido que no había mejor regalo que ese.

No era mi primer contacto con la Fundación. En la academia de inglés en la que yo trabajaba habíamos hecho una campaña de captación de alumnos en la que nos comprometíamos a donar un porcentaje de la matrícula a Vicente Ferrer para la creación de una escuela. Y mi amiga Sònia iría meses después a verla y a conocer a Vicente y a su familia. Trajo un montón de fotos y un montón de historias. Y ese viaje la cambió totalmente y le hizo descubrir muchas cosas que tenía dentro y que ahora ha dirigido hacia muchos proyectos de colaboración con la India.

Mi amigo Jordi también colabora con la Fundación regularmente. Uno de sus mejores amigos viajó a la India, vio el trabajo que se hacía allí y volvió también cambiado, convencido e impulsado a dedicar tiempo y ganas a recaudar fondos para ayudar en ese proyecto. Después irían Jordi y varios de sus amigos, y todos volverían dispuestos a hacer lo que hiciera falta. He perdido la cuenta de toda la ayuda que han enviado.

Yo no conocí a Vicente. Cuando fuimos a la India no llegamos hasta la zona en la que él estaba. Viajamos por el norte y vimos un montón de cosas, pero no llegamos hasta Anantapur. No puedo hacer mío el dolor y el sentimiento de toda la gente que le conoció, de toda la gente a la que le cambió totalmente la vida, de toda la gente a la que inspiró y ayudó. Pero sí puedo sentir la muerte de un hombre bueno, de un hombre entregado, optimista y luchador, de un hombre orgulloso de su humanidad. Puedo admirar su trabajo incansable, su batalla constante. Puedo lamentar su falta y sentir que todo homenaje llega tarde.

Y también puedo admirar su trabajo y mirar con optimismo todo lo que ha conseguido. Leía hoy en el periódico que Vicente había demostrado que vencer el hambre es posible, y que no hace falta un desembolso importante. Sólo hace falta trabajar y quitarnos de encima la caridad. Y eso me hace sentir optimista. Supongo que dentro de unos días, mucha gente habrá olvidado que Vicente ha muerto, o lo habrá procesado como procesamos todo lo que ocurre a diario, incapaces de asimilar tantísima información. Pero quizás haya alguien, haya una Sònia, un padrino, un Jordi, haya unas cuantas personas que debido a este triste momento descubran un punto de inflexión en su vida, descubran el trabajo de un hombre y eso les inspire a continuar con su obra en la medida de sus posibilidades. Y yo creo que eso, a Vicente le encantaría.

miércoles, 13 de mayo de 2009

El regalo

A veces, el fútbol nos hace un regalo. Puede ser en forma de juego o en forma de resultado, o más importante todavía, puede ser en forma de alegría por el espectáculo, de fiesta, de compañerismo. Puedo estar infinitamente feliz por el resultado, puede haberme encantado el partido, puedo estar contenta por levantar una copa, pero con lo que estoy absoluta y totalmente extasiada es con un partido en el que un colectivo de gente ha demostrado que le gusta el fútbol, que quiere a su equipo y que disfruta del placer sencillo de apreciar un juego, saber que es un juego, y vivir una decepción con alegría y entusiasmo.

Hoy casi soy del Athletic de Bilbao. Porque no creo que la afición de mi equipo hubiese estado a la misma altura moral, deportiva y cívica que un público y unos jugadores que han dado una lección de deportividad y de amor al fútbol. ¡Aúpa Athletic!

miércoles, 15 de abril de 2009

De Manel Fontdevila


Gentileza de Xosetxu.

lunes, 9 de marzo de 2009

Sudaca


Debo ser una chica con suerte. O quizás más que suerte, lo que me pasa es cuestión de genética, una genética que me ha dado una piel blanca como la leche y un pelo y unos ojos tirando a claros. Sea como fuere, la cuestión es que nunca, jamás, en toda mi vida, había oído la palabra "sudaca" dicha con tanta mala fe ni con tanta virulencia.
No es que nunca la haya oído, no. A menudo mis amigos y yo bromeamos con el concepto, y muchos de ellos me toman el pelo con el calificativo. A mí no me importa. No tengo que demostrarle nada a nadie, y no me avergüenzan nada mis raíces, más bien todo lo contrario.
Sin embargo, el otro día oí la palabra pronunciada como el peor de los insultos, con un desprecio en la voz que me hizo sentirme totalmente aludida, aunque la frase no iba dirigida a mí.
No es que esperase mucho más de la persona que la dijo. Ni tampoco que me sorprenda que haya gente racista en el mundo. Es, simplemente, que por primera vez he sentido un desprecio que imagino que sufre constantemente mucha gente, cuya procedencia es más evidente que la mía. Y al sentirme violentada de esa manera, me puse a pensar en la gente que día tras día tiene que soportar eso, que tiene la piel oscura, un acento inconfundible, o unos rasgos muy marcados. Esa gente que no pasa desapercibida como yo, que es como un letrero luminoso que indica que son de otro sitio, de otro lugar.
Y lo he pensado mucho, porque ese comentario me hizo sentir mal, y yo tengo familia, he vivido más del doble de mi vida aquí, tengo amigos... Pero hay gente que no. Gente que tiene que vivir con eso todos los días de su vida, y además está sola, tiene a su familia lejos, hace años que no ve a sus hijos... Y viene cualquier imbécil y le trata como si fuera inferior por haber nacido mil kilómetros más aquí o más allá.
En fin, que además, no estuve rápida. Me quedé tan aturdida, tan agredida, tan sorprendida, que fui incapaz de decir: "Anda, sudaca como yo", que hubiese sido lo adecuado en ese momento. Y ninguna de mis amigas presentes cayó tampoco en la cuenta. Sònia me decía que de haberse acordado, habría gritado: "Sudaca de mierda como tú" ;-)
En fin, como siempre hay una de cal y una de arena, también hace unos días tuve el privilegio de hablar de mis países a unas personas interesadas, carentes de todo prejuicio, abiertas, receptivas... y terriblemente preguntonas. Eran 52 y tenían entre 5 y 6 años. Me hicieron dibujos y se comieron los alfajores y el dulce de batata como los manjares que son.

viernes, 6 de febrero de 2009

Geografía

Ha pasado algo terrible. He descubierto una cosa tremenda que me llena de desazón. En Estados Unidos existen dos Portland.

Sé que es evidente, que como me indicó mi pomelo, es inevitable que existan dos ciudades con el mismo nombre en un país tan grande. Sé que mucha gente lo sabe, y a nadie le parece nada del otro mundo. Pero para mí es la tragedia más trágica de los últimos tiempos.

Y lo he descubierto en un blog, después del tercer comentario sospechoso. La autora del blog en cuestión, que es de Portland, decía que nunca había estado en la costa oeste. Y eso me mosqueó. Portland está en la costa oeste, ahí, cerquita de Seattle. Tengo una idea más bien limitada de la geografía estadounidense, pero hasta ahí llego. Seguí leyendo el blog, después de pensar un rato si mis conceptos este y oeste eran correctos (teniendo en cuenta que izquierda y derecha son dos conceptos dificilísimos para mi cerebro, salvo que se trate de cuestiones políticas). Una equivocación, me dije, no pasa nada. Tres posts más allá, la autora hablaba de que había ido a Boston. Y volvieron a sonar todas las alarmas. Pero, tozuda, decidí obviar la clara referencia a la costa este del país. A lo mejor había cogido un avión. Pero cuando volví a leer que Portland era estupendo, porque estaba junto al mar y muy cerca de Boston, ya no pude más. Me metí en googlemaps, busque Estados Unidos y descubrí que ahí, muy cerquita de Boston, está Portland, Maine, y que el otro Portland es, como todos sabéis, Portland, Oregón.

Y ahí se desencadenó la hecatombe.

Sé que quizás no parezca algo tan grave, pero es que Portland es para mí, desde hace muchos años, un lugar sagrado que está íntima y misteriosamente ligado a mi vida. O eso creía yo, la insensata que solo conocía el Portland oregoniense...

Y es que resulta que el primer partido de la NBA que vi, cuando tenía unos 13 o 14 años, fue un partido de Philadelphia contra Portland. Un Portland en el que jugaban los míticos Porter y Drexler. Un Portland que me cayó bien desde el minuto cero. Portland, Oregón, se entiende.

Pero por entonces mi escritor favorito empezó a ser Stephen King. Stephen King que ya dejaba bien claro que él era de Portland, MAINE. Por alguna extraña razón, nunca me di cuenta de esa pequeña diferencia. Nunca pensé que había ese Maine ahí. Y me he pasado diez años de mi vida pensando que Stephen King era de la costa oeste.

Y la tragedia sigue porque durante todos estos años han ido apareciendo cosas de Portland, gente de Portland, noticias de Portland, que me han ido confirmando la certeza de que Portland era una ciudad estupenda. Lo que no sé es cuál de las dos.

Así pues, ahora ando intranquila... Me pone nerviosa que una cosa que creía saber resulte ser errónea. La de veces que he hablado/fardado/alardeado de Portland y mis conocimientos sobre esa ciudad... Esa ciudad que son dos. Es como estar enamoradísima de tu vecino, darle conversación cada vez que te lo encuentras, y descubrir un día que son gemelos.

Tendré que darle un beso a cada uno, a ver cuál me gusta más...

lunes, 2 de febrero de 2009

De provincias

Sí, provincianos, ni más ni menos. Eso es lo que pasa en España. Y siento una vergüenza tal que apenas puedo ponerla en palabras.

Ayer jugaban Federer y Nadal la final del Open de Australia. Un partido interesante entre dos tenistas de primer nivel. Un partido reñido y ajustado que acabó ganando Nadal. Hasta ahí todo bien. Pero resulta que lo retransmitían por la tele. Y resulta que los locutores comentaban el partido. Y en un momento dado les salió esa chulería que solo se puede tener cuando uno es provinciano y acomplejado a tope:

-Nadal le ha ganado en hierba, le ha ganado en tierra...
-Sí, y si hubiera pistas de hielo también le ganaba.

En fin. Que Nadal es un jugador como la copa de un pino no lo niega nadie. Pero lo es más aún porque tiene la decendia de tratar a sus rivales con respeto y con cariño, y de decirle al que durante años ha sido el mejor jugador del mundo que no se preocupe, que conseguirá superar el récord de Sampras. Y eso es algo que tendrían que aprender los locutores deportivos. Que el deporte es, sobre todo, deportividad.

Pero todavía me quedaban los Goya. Ah, los Goya. Un desfile de estrellas interminable e interesantísimo. Lo único malo fue que vino Benicio del Toro. Y como no estamos acostumbrados a ser agasajados con la presencia de estrellas mundiales (o estadounidenses, que para el caso viene a ser lo mismo, aunque mi adorado Benicio sea puertoriqueño) lanzamos un torrente de chistes sin gracia a nuestro Mr Marshall particular y nos dedicamos a hacerle primeros planos continuos. Seguro que así conseguimos que el año que viene venga más gente.

Pero bueno, por lo menos triunfó "Camino".

miércoles, 21 de enero de 2009

Cosas


Ayer vi la toma de posesión del presidente de los Estados Unidos. Nunca había visto una, pero es que supongo que ninguna había sido tan histórica como lo fue la de ayer. Mi pomelo y yo comentábamos que nos resulta absolutamente imposible entender lo que significa esto para la población negra de Estados Unidos. No creo que nadie que viva fuera de ese país pueda entenderlo.

Pero aunque Obama me cae muy bien y aunque su discurso fue muy bonito, contengo el aliento y espero. No sé qué pasará. Que cierre Guantánamo ya es una buena noticia, así como que reconozca que en Estados Unidos se ha practicado la tortura. Pero hay tantas y tantas cosas, tantos frentes abiertos, tantas relaciones internacionales que corregir que no sé yo si podrá estar a la altura de las expectativas creadas.

Por lo menos debo reconocer que es un hombre que transmite esperanza. Y no solo mediante sus discursos. La verdad es que me produce muchísima esperanza que un montón de gente haya decidido votarle, que un montón de gente le apoye y que un montón de gente quiera cambiar la política estadounidense de los últimos años (o lustros, o décadas). Me hace cuestionarme muchas certezas inmutables sobre ese país que despierta pasiones encontradas en todos los rincones del mundo.

Esperanza como la que siento cuando veo que un grupo de transeúntes evitan el asesinato de una mujer a manos de su ex pareja en el centro de Barcelona. Esperanza de ver que no hemos perdido completamente la vergüenza, de ver que a veces algo nos hace saltar y oponernos a lo que nos parece (o es, evidentemente) un atropello, una injusticia, un crimen.

Porque durante los últimos días me he dado cuenta de una verdad absoluta: me he hecho mayor de repente. Me he pasado al escepticismo, que es sano, sí, pero aburrido y poco apasionado, y echo de menos las ganas de cambiar el mundo y la convicción de que se puede hacer. De repente me encuentro revisando conceptos que toda la vida he defendido a capa y espada, dudando de algunas de mis posturas más radicales e instalándome en una posición que aunque es cómoda y equidistante de prácticamente todas las posturas exaltadas, me produce una pena enorme que solo puede producir la pérdida de la inocencia.

Pero así son las cosas.