sábado, 19 de diciembre de 2009

Hace un año y medio, cuando me enteré que Guardiola sería el entrenador del Barça, me asusté. Guardiola nunca había sido de mis jugadores favoritos y me daba miedo que le estuvieran escogiendo únicamente por ser catalán y de la casa. Prefería un nombre consolidado, aunque fuera Mourinho.

Pero debo admitir que desde el primer día, Guardiola no sólo me ha demostrado que es un buen entrenador, sino que también me ha maravillado con su filosofía, con la que ha impregnado el vestuario del Barça y por extensión, a los socios y a los seguidores.

Porque lo que más me gusta de este Barça que tenemos ahora no es que sea el mejor equipo del mundo (que también, ¿eh? a nadie le amarga un dulce...), sino que, por una vez, el fútbol está donde tiene que estar, y los jugadores también.

De repente, el fútbol vuelve a ser un juego. Un juego del que disfrutamos, que nos emociona, que nos permite ver jugadas maravillosas, que nos alegra el domingo o el miércoles. Pero un juego. Para Guardiola, ganar o perder no es lo único importante, para Guardiola lo importante es jugar y hacerlo bien. Y el resultado de un partido o de una competición no es el fin del mundo. Es una alegría, es una decepción, pero es el resultado de un juego.

Me emociona más que nada ver que mi equipo se toma las cosas con calma, que se divierte. Me emociona ver que en mi equipo la gente se lleva bien, que se respeta, que se aprecia. Me gusta ver que trabajando, sin hacer ruido ni aspavientos, sin volvernos locos, sin indignarnos, hacemos un buen papel.

Hoy más que nunca me siento orgullosa de mi equipo. Y no únicamente porque seamos los campeones de todo, sino porque me gusta el mensaje que transmitimos y la imagen que exportamos. Me gusta que trabajemos y que nos divirtamos. Y que al final del partido le demos la mano al contrario y nos vayamos a casa con la familia. Porque eso es el fútbol, y nunca debió dejar de serlo.

jueves, 10 de diciembre de 2009